X Juan Carlos Paraje Manso/
Me dijeron que habían limpiado el Castillo y allá me fui. Después de una mañana neblinosa y triste, el sol decidió asomarse y era agradable el paseo por la carretera del Faro, amplísima atalaya sobre la Ría, jalonada de hitos y recuerdos.
Estaban preparando la Capilla de San Miguel para la visita de la Virgen de Villaselán. Era pleamar y, de vez en cuando, regresando de levantar las volantas o los niños, pasaba ronroneando una lanchita de pesca, blanca o azul, hacia Figueras o Ribadeo. También pasó el carguero “Arteaga Segundo”, rojo como un langostino, rumbo a Mirasol a cargar feldespato de Barreiros; a la altura del Pósito pegó tres bocinazos que encontraron eco en las viviendas escalonadas de Figueras, en la armoniosa arquitectura de Castropol, en las torres de Ribadeo. En las cercanías del Castillo, en la tierra negra y jugosa, media docena de vecinos, con la ayuda desinteresada de un mulo, sembraban patatas.
El Castillo de San Damián (cuya efigie a pasado a etiquetar la materia prima de nuestra industria más boyante) se alza en la Punta do Carballo o dos Carballos.
Se construyó en 1.624 para defender la Villa de los ataques de los piratas que infestaban estos mares y eran una amenaza constante para los pueblos de la costa, y tan solo quince años más tarde, ante el temor de un ataque francés, la Villa tomó la sabia determinación de retirar sus cañones porque “fácilmente podían tomarlo los enemigos”
El fuerte fue abandonado y cuando el 27 de septiembre de 1.719 los ingleses, en tres navíos de guerra, penetraron en la Ría y se acuartelaron en él, lo deshicieron por completo.
Sobre sus ruinas, en 1.744 se levantó un nuevo Castillo; en tan solo dos meses y medio estaba artillado y listo. Los cañones vinieron de Sevilla -al igual que los de la Atalaya- y la guarnición estaba formada por tres soldados inválidos y un sargento, y siete civiles de las parroquias del Ayuntamiento. En 1.753 en vista de que “nunca pasaba nada” y los paisanos se aburrían soberanamente mirando para las gaviotas, fue reducida su asistencia a tan solo uno de la Villa y dos de la Jurisdicción.
Durante la guerra de la Independencia fueron sus distinguidos inquilinos José Vengard, edecán de Napoleón, su asistente y el oficial de ojo de vidrio M André Rossi, que en él permanecieron custodiados hasta su traslado a Sobrado de los Monjes el 1º de julio de 1.808.
El día 2 de febrero de 1.809 -mismo en que asesinaron a Ibañez-la división fernandina de Asturias al mando al mando del general Worster asaltó el Castillo, suponiendo que aún se encontraban en él los prisioneros franceses, y al no encontrarlos se dedicaron al saqueo y a la destrucción, pusieron fuego al polvorín y arrojaron al mar los cañones.
En 1.810 estuvo establecido en él el Hospital Militar de Asturias. Al abandonarlo fueron destruidas todas sus dependencias.
En 1.818 se pidió, sin éxito, autorización para extraer del mar los cañones.
En 1.834 el comandante de armas, don José Manuel de Meñaca, oficia al Ayuntamiento para que mande tapiar la entrada puesto que los vecinos se llevan hasta las piedras.
Hoy, después de esta encomiable limpieza (me refiero a la practicada por el Ayuntamiento) es posible visitarlo en todos sus rincones hasta hace poco inaccesibles. En términos generales se encuentran en buen estado de conservación: foso, puente, murallas,contrafuertes, baluartes, cuartel, cocina y demás dependencias; habiendo desaparecido las maderas: puertas, armarios, ventanas, pisos y techumbre en general. También está destruido el arco de la puerta principal y la garita que remataba el ángulo de mayor visibilidad.
He podido ver el reloj de sol (del que varios lectores me hablaron)-situado en una columna cara al Naciente y con la fecha, -1,700 y tantos, apenas perceptible- y un semicirculo orientado al Norte, dividido en doce partes, de enigmática utilidad.
La relativa limpieza en la que se conservaron las explanadas y el foso fue debida al uso agrícola al que se destinaron (huerto de berzas, patatas, cebollas, etc.) siendo sus últimos cultivadores al día de hoy, desde hace más de cuarenta años, el matrimonio formado por don Venancio Sanjurjo (q.e.p.d.)y doña Severina Sampedro, que obtuvieron el “traspaso”, por 150 pesetas, de O Tolo da Pena de las Barreiras (Villaselán) que también cultivaba la Insula.
En las paredes hay numerosas huellas de impactos y abundantes muestras de rotulación y caligrafía (entre las que destaca la de Primitivo Vior fechada en 1.872) de caballeros aficionados al grabado rupestre. A no dudarlo, estas blancas paredes desposeídas de las hiedras que lucen sus peludos muñones centenarios, son una tentación y en el verano se enriquecerán con nuevas aportaciones de los turistas y de las jovenes parejas que tanto gustan de acudir al histórico recinto a rememorar sobre el terreno nuestras más tradicionales epopeyas.
En resumen: aunque la relación de la historia y azañas de nuestro Castillo parezca modesta e incluso a los irrespetuosos mueva a risa, me permito recordarles que una parte de los primogénitos de la Villa le deben la vida y, en el pasado, la integridad de Ribadeo y de sus habitantes tuvo en el su más esforzado valedor. A pesar de estar casi siempre herrumbosos e inservibles sus cañones, ayunos de pólvora y escasos de bala, y compuesta su guarnición por inválidos e inexpertos, al corsario que ignorante de las costumbres del país enfilaba su catalejo y veía su traza formidable bajo el ondeante oriflama, no le constaba, y tal vez haya salvado a la Villa de una y mil calamidades.
En las cercanías, junto a Pena Furada, existe la fuente de Aguadoce (donde apareció la Virgen de Villaselán) o de los Soldados, por ser de donde se servía la guarnición. Y a media distancia entre los dos recuerdo haber visto un profundo pozo cavado en la roca viva, que usaban los de Villaselán para tirar los animales muertos, y cuya razón de existencia se me escapa. Allí tiraron el burro de don Juvenal Alvarez de Boal “o Jovito” después de solemnes honras fúnebres.
Pero esas ya son otras historias...