El responsable ministerial era por entonces el abogado republicano y masón Augusto Barcia. Este Gran Maestro de la
Masonería Española había sido diputado por el Partido Reformista de Melquiades Álvarez y, desde 1933, lo era por la Izquierda Republicana de Manuel Azaña.
Tenía cincuenta y cinco años, una trayectoria prestigiosa y modos nada revolucionarios: «llegó con su chaqueta ribeteada, burguesa y su bombín masónico» (Madrid, de corte...). Emilio Carrère, para quien el Frente Popular era «una masonería de jorobados», le retrata como «el cursi del hongo y del mandil» (La ciudad de los siete puñales, 1939). Consiguió esquivar la trágica suerte de Melquiades Álvarez, fusilado por los milicianos, pero su moderación no impidió que, en junio de 1941, el Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de
Madrid le impusiera una multa de quince millones de pesetas, que comprendía todos sus bienes, así como el extrañamiento durante quince años y la pérdida de la nacionalidad. Ya la había, en cierta medida, perdido: estaba en el exilio, sin que ninguno de los diplomáticos a los que salvó osara testimoniar a su favor.
Augusto Barcia pronto fue sustituido por el socialista Julio Álvarez del Vayo. Con el primero, mucho menos enérgico que su sustituto, el Ministerio sirvió,según explica Edgar Neville, de refugio para algunos colegas que compartían su actitud favorable a los sublevados. Entre estos funcionarios y diplomáticos había un clima de confianza y complicidad que permitió situaciones rocambolescas,como las que también se relatan en F.A.I. y Los primeros días con la implícitaintención de demostrar el aislamiento y la incapacidad de las autoridades